domingo, 21 de febrero de 2010

Carnaval

Hoy se entierra el Pepino en La Paz. El Carnaval toca a su fin. Hace una semana estábamos en Oruro, ciudad donde se celebra el Carnaval más importante de Bolivia, Patrimonio Intangible de la Humanidad según la UNESCO. El día sábado es día de procesión en honor a la Virgen del Socavón. Las fraternidades salen disfrazadas a desfilar, y a lo largo de todo el circuito hay gradas a uno y otro lado de la calle desde las cuales los orureños y los visitantes pueden contemplar los suntuosos disfraces y las danzas: la morenada, la diablada, la llamerada, el tinku, el caporal, etc. Además, pueden lanzarse globos con agua de un lado a otro en los intervalos en tre una agrupación y otra. Desde primera hora de la mañana hasta el amanecer del domingo, las agrupaciones se suceden ininterrumpidamente. La Virgen del Socavón es, en la tradición andina, la Estrella del Alba, por eso la espera de los devotos en la plaza junto a la iglesia hasta el amanecer. El recorrido completo por la ciudad dura tres horas, tres horas de baile ininterrumpido junto a las bandas que ponen la música.


Diablada en la Avenida del Folclore



Morenos

La verdad es que nunca he entendido bien lo del "patrimonio intangible". A mí todo me parecía, desde el primer momento, bastante tangible. Desde los coloridos disfraces hasta la espuma de esprai con que nos rociaban la cara al caminar por las calles a los globos de agua que nos explotaban en el cogote. Había que ir protegido con chubasquero o similar. Todo extremadamente real y tangible.



Morenada en la plaza bajo el Socavón


Diablas


La "Fabulosa" banda de Poopó


Diablo


Ángel dirigiendo a los diablos

Especialmente tangible me resultó el abrazo beodo de Wilson Torres, visitante nortepotosino, que se abalanzó sobre mí a última hora de la tarde para susurrarme al oído confidencias de su tormentoso periodo en Madrid, donde estuvo viviendo unos años. Al principio, como un acto reflejo, pensé que me quería pegar, por gringo, por la cara. Abrazado a él por obligación, cabeza con cabeza, palpé sus brazos de mecánico: eran sumamente tangibles y no me ví con fuerzas para combatir llegado el caso, pese a su estado de embriaguez. Oriental, decidí dejar que la tormenta pasara sola y me dejé llevar por los arrullos de Wilson, que me contaba lo triste que estaba allá en Madrid, y lo mal que lo habían tratado los madrileños. Luego me pidió que le invitar a beber, pero yo no llevaba dinero. Pidió una cerveza y tomé un par de buches con él, brindando por no se sabía qué. "Invitáme", repitió. Pero yo no llevaba, así que al final la cosa quedó en simpa, creo. Hablamos entonces de música, del charango, que él, según él, dominaba por su condición de nortepotosino. Yo le dije que yo estaba en Bolivia para aprender a tocar el charango, cosa que es más o menos cierta, y él se entusiasmó diciéndome que él lo sabía todo del charango porque era nortepotosino, y que podía tocar cualquier cosa con el charango. Nos despedimos al fin. Eran las siete y media y teníamos que volver a La Paz. El clima estaba bien caldeado por los litros de cerveza que circulaban desde primera hora. Anochecía. Por todos lados había puestos de bebida y comida. Pasaban las bandejitas de charquekán por delante de nuestros ojos. La gente gritaba con fervor animando a los bailarines de caporal. Por la noche es lo más divertido, nos habían dicho. Aquello era un hervidero. El domingo seguiría la fiesta...




miércoles, 3 de febrero de 2010

Death Road

La llaman "la Carretera de la Muerte", aunque el nombre a día de hoy tiene más de reclamo turístico que de peligro real. Une La Paz con Coroico, en la provincia Nor Yungas, 2.000 metros más abajo. Antiguamente era considerada la carretera más peligrosa del mundo y cada semana, infaliblemente, se mataban unos cuantos al caer al abismo con sus coches, debido a lo angosto de la vereda y a que estaba permitido el tráfico en "dos carriles". De entrada incluso se permitía el uso en doble sentido. Pasaban por allí guaguas y camiones, vehículos pesados, que con frecuencia se veían atorados frente a frente sin poder pasar. La alta incidencia de siniestros totales hizo que se establecieran diferentes horarios para ida o vuelta desde La Paz. Pero los accidentes seguían siendo harto frecuentes. Hasta que finalmente, ya en tiempos muy recientes, se habilitó una carretera nueva y se dejó esa para uso turístico, principalmente de bicicletas. Nosotros bajamos a Coroico en bicicleta hace unos días. Buscábamos lo máximo.



A medida que uno baja, la temperatura va subiendo, así como el índice de humedad. La vegetación dura del altiplano se vuelve exhuberante en esta zona de clima tropical. En esta época, temporada de lluvias, se pueden ver numerosas cascadas a lo largo de todo el camino.




Finalmente, al cabo de unas cuantas horas de trepidante (literalmente) bajada, pudimos divisar al fondo el pueblo de Coroico. Estábamos cerca del límite, cerca de lo máximo. Lo máximo, pibe.



Desde el pueblo, en la paz del atardecer de Coroico, una mirada al camino pedaleado, en la ladera de en frente a la izquierda de la imagen:





En Coroico encontramos lo que veníamos buscando, pero estaba cerrado:







Vista del río Yolosa desde la ladera de la comunidad afroboliviana de Tocaña, frente a Coroico, punto final: